Los orígenes del yuyo maldito (LA SOJA)

Pero la única verdad es la realidad: el arranque de la soja fue consecuencia de un arranque creativo del último gobierno de Juan Domingo Perón. Es una historia con muchos condimentos, vale la pena refrescarla. Quedan testigos vivos que pueden dar fe de ella.

Eran tiempos turbulentos. Cuando asume el general Perón, en 1973, se incorpora a su gobierno un equipo agropecuario pujante, lleno de ideas, algunas muy polémicas, pero con fuertes lazos con la producción y la modernidad. El ministro de Economía era José Gelbard, y el titular de Agricultura era Horacio Giberti.

Giberti sostenía que para hacer caminar al agro, que a su juicio padecía el síndrome de no dar respuesta a los estímulos económicos, eran necesarios un garrote y una zanahoria. Lo mismo que para mover un burro.

El garrote era el impuesto a la tierra, lo que enervaba a la dirigencia del campo aunque no a los productores líderes. Y también una "ley agraria" que amenazaba con la expropiación de las tierras "ociosas". La zanahoria era el precio. Ya existían las retenciones, así que éstos preferían una imposición sobre la tierra antes que el mordisco sobre el precio del producto. A mayor rinde, fruto de la tecnología, menor peso del impuesto.

No duraron mucho, porque murió Perón, asumió Isabelita, López Rega los hizo echar y se disiparon los temores sobre la ley agraria y el impuesto a la tierra.

Pero tuvieron tiempo suficiente para desencadenar una acción memorable. Armando Palau, un ingeniero agrónomo que había revolucionado al oeste invernador con la nueva tecnología, acompañaba a Giberti como subsecretario de Agricultura. Yo lo había conocido unos meses antes, cuando llegaron las primeras grandes inundaciones a Carlos Tejedor, y él lideró la batalla del pueblo contra el avance de las aguas.

Armando tenía una agronomía, y se dedicaba a la venta de semillas y agroquímicos. Fue el introductor del sorgo granífero en la región, aprovechando la increíble versatilidad del NK300, el híbrido que fue la llave de la "agriculturización" de una zona tradicionalmente ganadera.

Desde su despacho en Agricultura -todavía se recuerdan la inso- lente ausencia de corbata y la advertencia, al entrar: "¡cuidado con la tortuga!"-, Armando pergeñó su idea más audaz. Los incipientes desarrollos avícolas tropezaban con un problema inesperado: el calentamiento del Océano Pacífico a la altura del Ecuador había provocado la crisis de la anchoveta peruana. Este pescado era la principal fuente de harina proteica, insumo indispensable de la producción de todo tipo de proteínas animales. El precio se fue a las nubes. Y encima quedó claro que no se podía hacer depender de un recurso en extinción.

El sustituto inmediato era la soja. En los países asiáticos, de donde es oriunda, ya se usaba ampliamente.

También en EE.UU.. Brasil estaba empezando, pero aquí todos los esfuerzos habían terminado mal.

Investigadores como Antonio Pascale, Carlos Remussi, Alberto Piquín y otros pioneros que nunca recibieron un justo homenaje, habían generado información clave, pero el cultivo no avanzaba.

Cuando Palau vio la oportunidad de impulsar el cultivo, le pidió ayuda. Faltaba semilla. Ramón Agrasar, titular de Dekalb, lo puso en contacto con universidades y empresas estadounidenses, y en pocas semanas se armó un operativo épico.

En octubre de 1974 partían a Estados Unidos dos aviones Hércules de la Fuerza Aérea, a cargar semilla de soja de las variedades recomendadas. Los multiplicadores locales esperaron a los aviones en Aeroparque, con sus camionetas, y partieron a sembrarlas.

Al año siguiente hubo semilla para todos. Palau ya no estaba en funciones, pero a la soja no la pararía nadie. Treinta años después la Argentina se iba a convertir en la mayor exportadora mundial de harina de soja, que es el producto del campo de mayor demanda.

Cuando retornó la democracia, en 1983, Armando Palau organizó la Comisión Agropecuaria del Justicialismo. Su principal discípulo fue Felipe Solá, responsable del otro gran salto de la soja. Fue cuando, como secretario de Agricultura, autorizó (en 1996, otro gobierno peronista) las variedades transgénicas, con resistencia al glifosato.

En diez años, se triplicó la producción, facilitando la siembra directa y la mejora de los suelos que antes estaban en severo proceso de erosión. Un negocio de 20.000 millones de dólares, que equivale a lo que facturan la industria automotriz, la siderúrgica y el petróleo juntos. El yuyo maldito.

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